A finales de este año, concretamente el mismo día 31 de diciembre (Día de Nochevieja), se conmemora un cuarto de siglo de la llegada de uno de los personajes más relevantes y controvertidos de lo que llevamos de siglo XXI. Me refiero al presidente de Rusia, Vladímir Putin. Un tipo que desde que asumiera el poder el último día de 1999, no ha abandonado el poder en ningún momento en estos veinticinco años de gobierno del que se podría considerar a todos los efectos como el zar ruso de nuestros tiempos.
Vladímir Putin, un ex agente de la KGB, consiguió a finales de 1999 suceder a un tipo mediocre, corrupto y alcohólico como Boris Yeltsin al frente de los destinos de Rusia. Una Rusia que no estaba en aquel momento en sus mejores horas tras los continuos escandalos que salpicaban a Yeltsin, además del convulso escenario en el que se encontraba el país justo ocho años después de la caída de Mijaíl Gorbachov y de la Unión Soviética en 1991. Rusia parecía estar en shock después de aquellos acontecimientos que supusieron el fin de una Guerra Fría que había durado casi cincuenta años.
Con la decisión de Yeltsin de dimitir en 1999, designando a su vez a su por entonces primer ministro, Vladímir Putin, como su sucesor, se abría así un nuevo e incierto escenario geopolítico que nadie sabía cómo iba a desarrollarse ni a concluir. Veinticinco años después, Putin no solo ha reparado los graves errores de sus predecesores, sino que ha devuelto a Rusia a uno de sus mayores momentos de esplendor y grandeza. Y es que lo que ahora vemos de la actual Rusia de Putin es practicamente la vuelta de lo que en su día fue el Imperio Ruso de los zares y de los Romanovs. Un Imperio que acabó en 1917 con la caída del zar Nicolás II, pero que a medida que ha ido avanzando la presidencia de Putin, ha vuelto a resurgir de sus viejas cenizas hasta convertirse en un Imperio de facto, con un zar sin corona.
Obviamente, nada es de color de rosas. Putin ha devuelto el esplendor y la grandeza a Rusia, pero a cambio de convertir el país más extenso del mundo en una autarquía donde el presidente es quien ejerce todos los poderes dentro de un sistema de República semipresidencial en el que teóricamente el primer ministro se ocupa de los asuntos domésticos, mientras que el presidente dirige la política exterior y la defensa del país. Un sistema, el de la República semipresidencial, que es exacto al que tiene Francia y que yo personalmente considero el mejor, aunque en estos momentos Francia esté en una crisis política bastante considerable.
Pero por supuesto, en el caso de Putin, Rusia no es en la práctica una República semipresidencial ni existen división de poderes, ya que el primer ministro no es quien realmente dirige la política nacional, sino también el propio presidente. Aunque oficialmente las funciones están específicamente diferenciadas según la Constitución rusa, en la Rusia de Putin las cosas funcionan de otra manera (O a su manera, mejor dicho). El líder ruso es pues quien realmente dirige tanto la política nacional como la internacional de su país.
Buena prueba de ello fue lo sucedido en 2008, donde Putin, al verse obligado a abandonar la presidencia como consecuencia de la expiración de su mandato en mayo de ese mismo año, designó como su sucesor a su delfín político, Dimitriv Medvédev, con la intención de que éste, una vez elegido presidente, lo nombrase primer ministro, escenario que finalmente se produjo. De esta forma, aunque oficialmente el presidente fue Medvédev desde 2008 hasta 2012, en la practica era realmente Putin quien ejercía de presidente en la sombra mientras se reformaba la Constitución de forma que pudiese volver nuevamente al Kremlin tras cuatro años gobernando como primer ministro. Escenario que se produjo cuatro años después.
Desde que en 2012 Putin volviese de nuevo a la presidencia, el escenario tanto nacional como internacional ha cambiado bruscamente. En Rusia cada vez han sido más las voces que han surgido cuando se ha hablado de amaño en las sucesivas elecciones que se han ido celebrando y que siempre han dado la victoria al partido del presidente, quedando relegada la oposición a mera figura decorativa sin capacidad para hacer frente al todopoderoso inquilino del Kremlin. Pero mientras la oposición cada vez ha alzado más la voz ante un Putin que, como si de un Romanov se tratase, se ha convertido en autócrata de todas las Rusias sin nadie que pueda hacerle frente, en el terreno internacional se produjo en 2022 el factor decisivo por el que sin duda se recordará la presidencia de Putin: la guerra de Ucrania.
Una guerra cuyas raíces no surgen de la noche a la mañana, sino que nacen especialmente tras la polémica anexión de Crimea por parte de Rusia en el año 2014. Este hecho provocó una escalada de conflicto entre Rusia y Ucrania, la cual acabó estallando definitivamente en febrero de 2022, con la invasión de Ucrania por parte de Rusia. Es entonces cuando comienza una guerra sin fin que cada vez amenaza con más fuerza a extenderse hacia el resto de Europa, pudiendo ser el inicio de una cada vez más mencionada III Guerra Mundial.
Una escalada del conflicto bélico que de estallar no sería precisamente por parte de Putin, sino por parte de un tipo criminal, corrupto y sin escrúpulos, el cual está haciendo continuos llamamientos a Estados Unidos, a la OTAN y a los países europeos para que éstos se impliquen completamente en una guerra a la cual somos ajenos todos. Me refiero, obviamente, al presidente ucraniano, Volodímir Zelenski. Un actor que ha hecho de la guerra, de la muerte y del sufrimiento de los civiles y militares su propio negocio, con el cual se está enriqueciendo ilícitamente mientras solicita constantemente a EEUU y a los países europeos (Incluida España), más armamento y financiación para hacer frente al conflicto bélico.
Es un hecho que Rusia está ganando esta guerra, y que el conflicto de Ucrania es algo que va más allá del enfrentamiento entre estos dos países. Y es un hecho también que, a pesar de gobernar Rusia bajo un régimen autocrático, el país más extenso del mundo no deja de ser el último bastión que se aferra a los valores tradicionales y cristianos de Occidente. Unos valores que ciertas élites están destruyendo de forma planificada por todos los países de nuestro entorno, salvo en el país ortodoxo. Y es que Rusia es un actor decisivo en el escenario geopolítico mundial, por lo que la caída de Putin y la entrada de un gobierno más próximo a EEUU y a los intereses globalistas no deja de ser un deseo ferviente para muchos, los cuales desean integrar a Rusia a ese globalismo y a esa agenda woke al que hasta ahora, y muy acertadamente, se ha resistido Putin a adherirse.
Putin no es un santo, ni muchísimo menos. Pero es probablemente el último elemento decisivo que puede hacer frente a aquellos que defienden los intereses globalistas y a la implantación de su agenda, al menos en su territorio. No es que confíe en Putin, pero creo que en medio de este caos es el único que aún defiende y protege férreamente en su territorio unos valores que en el resto de Occidente ya hemos perdido definitivamente, y sin haber luchado nosotros si quiera por conservarlos. Rusia, en ese sentido, puede dormir tranquila, ya que mientras viva Putin, los intereses globalistas y la implantación de la agenda woke no tendrán nada que hacer en Moscú.
De momento ya hay quienes hablan de un posible final definitivo de la guerra de Ucrania tras la próxima toma de posesión de Donald Trump en enero del año que viene. Veremos a ver cuál es el desenlace de todo esto, aunque como he dicho anteriormente, no confío en nadie, ni mucho menos en un tipo como Putin. Aun así, parece que el desenlace de este conflicto se va viendo poco a poco, a pesar de los intentos de Joe Biden y los demócratas de hacer estallar por los aires la situación antes de que Trump vuelva a la Casa Blanca. Lo hemos visto hace unos días con la autorización de Biden a Zelenski para que el presidente ucraniano pueda atacar con armamento estadounidense territorio ruso, y lo seguiremos viendo de aquí al 20 de enero del 2025.
En estos veinticinco años de "reinado" de Putin, el denominado zar ruso del siglo XXI ha conocido a cinco presidentes estadounidenses: Bill Clinton, George W. Bush, Barack Obama, Donald Trump y Joe Biden. Ninguno de ellos lograron tumbarlo. Ni siquiera la ex secretaria de Estado, Hillary Clinton, quien aseguraba en privado allá por el 2016 que iba a ir a por todas contra Putin si finalmente salía elegida presidenta en las elecciones presidenciales de aquel año. Como todos sabemos, Trump consiguió contra todo pronóstico ganar aquellas elecciones y llegar al Despacho Oval, echando por tierra los planes de Clinton para derrocar a su viejo enemigo ruso y ex espía de la KGB.
Un suceso que en términos geopolíticos no pasó desapercibido, ya que fueron muchas las voces, y aun lo siguen siendo, quienes alegaron que Putin había interferido en dichas elecciones con el fin de frenar la llegada de Clinton y de aupar a Trump. Puede que sea verdad, o puede que no, no lo sé. Realmente no creo que nunca sepamos qué ocurrió. Lo cierto y verdad es que, para satisfacción de todos (Con la excepción de los demócratas y de los progres a nivel mundial), Clinton no llegó a la presidencia y el mundo se libró de conocer lo que seguramene hubiese sido una nueva "Primavera Árabe" en Moscú, y quién sabe si un escenario posterior de consecuencias más graves.
De momento, y tras veinticinco años gobernando, (La primera vez entre 1999 y 2008, y la segunda desde 2012 hasta la actualidad, con su mandato como primer ministro de por medio entre 2008 y 2012) Putin sigue gobernando con mano de hierro los destinos de Rusia sin intención alguna de dejar el poder. Tras su victoria en las últimas elecciones de este año, Putin tiene ante sí un quinto mandato que se extenderá hasta 2030. Estaríamos hablando ya de más de treinta años al frente del Kremlin, lo cual es un tiempo más que excesivo para alguien que lleva desde los cuarenta y siete años al frente de una de las mayores superpotencias mundiales y que, en caso de vivir en 2030, estaría ya rozando los ochenta años.
Serían ya muchos años gobernando, pero también es verdad que la alternativa que hay a Putin o bien no existe, o bien es incluso peor a lo que ya hay, que no es poco. A fin de cuentas, Putin es, como ya he dicho, el último elemento que hace que Rusia no caiga en la decadencia que ya padecemos el resto de Occidente, con lo que su presencia, en cierta forma, es un respiro para aquellos que no desean que la decadencia moral, social y cultural que ya se vive en el resto del mundo occidental llegue hasta Moscú.
Dicho esto cabe preguntarse: ¿Es Putin un santo? Por supuesto que no. La eliminación sospechosa de muchos de sus opositores y la guerra de Ucrania, entre otras cosas, así lo demuestran. ¿Es un villano? Por supuesto. Todo aquel que ostenta el poder lo es, en mayor o menor medida. La cuestión es que Putin es el menor de los males, y sobre todo, es un defensor de los valores tradicionales de Occidente; y eso, en el mundo que vivimos actualmente, es un factor positivo a tener muy en cuenta. Mientras viva Putin, Rusia seguirá estando protegida frente a los intereses extranjeros, e incluso nacionales, que desean la decandencia del país ortodoxo en favor del globalismo internacional.
Mientras viva Putin, Rusia seguirá manteniendo la grandeza imperial e identidad nacional que el actual mandatario le ha devuelto. Mientras viva Putin, Rusia seguirá pues a la cabeza de una de las mayores economías del mundo. Y todo ello, no es poco dentro de este escenario de nueva Guerra Fría en el que nos encontramos. La cuestión es: ¿Después de Putin, qué? Eso ya forma parte de otra historia que se verá dentro de unos años, pero que todo augura que no tendrá una respuesta muy positiva, a menos que Putin, antes de irse, lo deje todo "Atado y bien atado".
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